Los ArchiEnamorados
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por Howard

Aquella era una hermosa noche en París y el Doctor Howard, en pleno uso de sus facultades mentales, observaba el cielo estrellado junto a la hermosa torre Eiffel en las lejanías. Un excelente vino tinto llenaba su copa, la cual agitaba lentamente.

—Puedo decir, Castelo, que la noche es hermosa… Pero sin duda, tú eres más hermosa — dijo Howard mientras volvía a mirar a su acompañante.

—¡Oh, Howard! Siempre tan coqueto, pero por favor llámame por mi nombre de pila —la sonrisa de Castelo, incluso más hermosa que toda Francia junta, iluminaba los ojos del doctor.

—Dorothea, siempre tan preciosa, debo de entrecerrar los ojos cada que te veo. Me iluminas más que el sol de verano. —El archialquimista realmente hablaba con el corazón, ni una sola mentira salía de su boca.

—Vamos doctor, es un exagerado —la orquesta comenzó a tocar en aquel momento, todas las parejas se levantaron al unísono y caminaron para bailar—. Parece que la fiesta va a empezar, ¿gustas bailar conmigo?

—Nada me haría más feliz —respondió la doctora.

Howard, como siempre, tenía una apariencia andrógina. Sin embargo, para esa noche tomó un aspecto más tradicionalmente varonil; alto, de complexión media y músculos definidos, un rostro angular con un fuerte y marcado mentón. Uno de sus ojos brillaba con un amarillo cálido, mientras el otro tenía un color verde mate.

Dorothea tomó la mano de Howard y lo dirigió a la pista de baile donde, con paso ligero y sus cuerpos superhumanos, opacaron a los demás bailarines. Todos los observaban con ojos abiertos, maravillados de aquel hermoso espectáculo.

El doctor Howard despertó, un leve sonido de clink resonó al lado de su cabeza: era un cuchillo militar de clase dragón, hecho de wolframio reforzado. En su pecho se encontraba clavado otro cuchillo del mismo tipo y, aparte unas cuantas garras de ave de estinfalo, la herida de látigo en su espalda ya empezaba a cerrarse.

Adolorido se levantó, buscando más heridas en su cuerpo, pero se regeneraba tan rápido que apenas veía una herida se cerraba dejando su suave piel intacta. No se esperaba que la doctora Castelo lo apuñalara en la sien, pero tampoco le sorprendía. El doctor se puso a caminar a su oficina, pensando en una mejor forma de invitar a una cita a la doctora y antes de alejarse demasiado miró atrás suyo vio su sangre que brillaba de rojo neon y pensó:

“Tal vez debería de buscar a esa doppelgänger para molestarla haciendo que limpie mi sangre.”

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