Una Historia Romana
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por Howard

El aire apestaba a sangre y mierda. A Marco le ardían los pulmones cada vez que respiraba. A su izquierda, un legionario vomitaba entre espasmos, agarrándose el vientre abierto por una lanza. A su derecha, otro gritaba mientras un celta le rajaba la garganta con un cuchillo curvo.

Marco escupió un diente roto y sacó el puñado de azufre de su bolsa.

—¡Ignis orbis!

El polvo amarillo se prendió al contacto con el aire. Las llamas brotaron de sus manos, envolviendo a tres guerreros celtas que corrían hacia él. Sus pieles estallaron como cuero seco. Uno cayó de rodillas, chamuscado, los ojos derretidos. Los otros dos siguieron ardiendo en silencio, tambaleándose antes de desplomarse.

Algo le clavó la pierna. Una espina negra, gruesa como un dedo, le perforó la pantorrilla y le inyectó veneno. El dolor le subió por el muslo como un hierro al rojo.

—¡Defututa puella! —escupió.

Un celta medio quemado se abalanzó sobre él, blandiendo un hacha. Marco levantó la vara de cobre y gritó:

—¡Fulgur percute!

El rayo le reventó el pecho al hombre. La carne explotó, salpicando a Marco con trozos de costillas y vísceras. El cadáver cayó de cara al barro, humeando.


El mármol del templo brillaba bajo la luz de las lámparas de aceite. El aire olía a incienso y pergamino, el aroma de un mundo que ahora le parecía ajeno. Marco tenía apenas quince años y sostenía un cuenco de bronce entre sus manos sudorosas. Frente a él, los augures trazaban símbolos en la arena.

—Los signos son claros —dijo uno de los sacerdotes, su túnica blanca ondeando con la brisa nocturna—. Marco Aelius Felix, la voluntad de los dioses te ha elegido. Formarás parte de la Cohors Arcana.

Su corazón se hinchó de orgullo. Roma lo había llamado. Él sería un Arcanista, un verdadero Incantator al servicio del Imperio. No lo dudó ni un instante cuando los sacerdotes pintaron inscripciones en su piel y le entregaron su primera vara de cobre. No podía imaginar entonces lo que significaba realmente. No podía imaginar la sangre, el horror, la guerra.


Marco arrancó la espina de su pierna con un rugido. La carne se desgarró, dejando un agujero palpitante. No tuvo tiempo para el dolor. A su alrededor, la batalla se descomponía en pedazos.

Un legionario joven, de no más de dieciséis años, se retorcía en el suelo con una lanza celta clavada en el vientre. Sus manos, pegajosas de sangre, intentaban empujar el hierro afuera, pero solo lograban hundirlo más. Los intestinos asomaban entre sus dedos como serpientes rosadas. A su lado, un veterano de la Décima Legión forcejeaba con un celta pintado de azul, los dedos del bárbaro clavados en sus ojos. El sonido de los globos oculares reventando fue un chasquido húmedo.

Marco pisó algo blando. La cara de un compañero, medio arrancada de un hachazo. Los dientes seguían intactos, blancos en medio de la carne magullada.

La niebla druida se movía como algo vivo.

—¡Formación, malditos! —gritó alguien.

Nadie obedeció.

El jinete sin cabeza emergió de la bruma, pero Marco ya sabía cómo iba esto. No era el primero que veía. La guadaña brillaba con un líquido espeso que olía a vinagre podrido. El caballo no tenía ojos, solo agujeros negros donde deberían estar, y al respirar, salía vapor de su pecho como si dentro llevara fuego.

Un recluta de la XII Legion se orinó. El olor a orina caliente se mezcló con el de la sangre.

—¡No es real! —chilló un optio, pero su voz se quebró cuando el jinete pasó sobre dos soldados que intentaban huir. No los tocó. No los cortó. Simplemente… dejaron de moverse. Cayeron de rodillas, la piel gris, los labios morados. Muertos sin una herida.

Marco escupió. Sabía el truco. Los druidas robaban el aliento, el calor, la vida.

—Veritas revelatur —masculló, soplando el polvo de mármol.

El aire crujió. El jinete se desvaneció, pero los dos legionarios seguían muertos. Ahora sus bocas estaban llenas de espinas negras.

—¡Mierda! —Alguien vomitó.


El templo olía a incienso y a la piedra fría de los antiguos dioses. Marco tenía apenas ocho años y observaba con admiración cómo su padre, vestido con la toga de los sacerdotes, dibujaba un círculo de mármol triturado en el suelo del santuario. Sus manos eran firmes, seguras, mientras esparcía el polvo con la precisión de alguien que conocía bien su oficio.

—Toda ilusión es como el humo, Marco —dijo el sacerdote, con su voz profunda pero amable—. Si soplas lo suficiente, desaparece. Veritas revelatur.

Dibujó un símbolo con su bastón y, como si una brisa invisible hubiera cruzado la sala, las sombras en las esquinas se desvanecieron, dejando ver que no eran más que efectos de la luz de las lámparas de aceite.

—¿Y si la ilusión es muy fuerte? —preguntó Marco, fascinado.

Su padre sonrió y le revolvió el cabello con afecto.

—Entonces sopla más fuerte.


Marco avanzó entre el caos. El suelo temblaba bajo sus pies, empapado de sangre y restos humanos. A su izquierda, un incantator de la Orden de Neptuno gritaba sus propios conjuros, pero el agua no funcionaba bien contra los celtas.

A la derecha, un grupo de arcanistas de Apolo intentaban salvar a un centurión. Sus manos brillaban sobre el agujero en su pecho, pero la carne no se cerraba. Algo en la herida —quizá ars arcana druida— se lo impedía. El hombre murió escupiendo dientes.

Marco siguió adelante.

Entonces el aire se llenó de crujidos.

Los Silvanorum Ferales emergieron de la niebla, pero no como árboles, sino como cadáveres de bosque. Sus troncos estaban cubiertos de caras humanas retorcidas, restos de legionarios absorbidos. Una boca se abrió en la corteza del más cercano y escupió un chorro de ácido. Tres soldados cayeron, la carne derritiéndose de sus huesos.

—¡Testudinem! ¡A mí! —Marco no reconoció su propia voz.

Los legionarios que respondieron no eran veinte. Eran ocho. Uno de ellos tenía el brazo izquierdo colgando de un tendón. Formaron el escudo alrededor de Marco, pero sus ojos decían la verdad: no durarían.

Marco dibujó el círculo de azufre con manos que ya no temblaban. El eslabón golpeó el pedernal. Las chispas prendieron.

—Flamma, exardescas in furia deorum…

El primer Silvanorum llegó. Un escudo se partió en dos. El legionario detrás de él gritó cuando una raíz le atravesó la boca y salió por la nuca.

—¡…et in hostes nostros fulgura!

El segundo monstruo arrancó un brazo de un mordisco. El hombre, en shock, miró su hombro sangrante antes de caer de rodillas.

—¡In nomine ignis!

Alguien le agarró el tobillo a Marco. Era el legionario del brazo colgante. Le faltaba media cara. Murió arrastrándose hacia él.

—¡Ignis fiat!

El celta apareció de la nada. Su espada brilló. Marco sintió el filo rozar su costilla antes de gritar:

—¡Ignis ultor!

El fuego lo salvó. La bola de llamas redujo al celta a ceniza y al primer Silvanorum a astillas ardientes.

Pero cuando miró al cielo, supo la verdad.

Las otras bolas de fuego no eran refuerzos.

Eran últimos recursos.


Las espadas chocaban en el patio de entrenamiento. El sonido del metal resonaba en el aire mientras Marco intentaba mantener el ritmo. Su gladius era ligera, pero los legionarios eran implacables. Cada embate de sus compañeros lo hacía tambalearse.

—¡Más rápido, Incantator! —rugió el centurión, observando con los brazos cruzados.

Marco apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que uno de los legionarios le lanzara una estocada directa al torso. Elevó su escuto a tiempo, pero el impacto le entumeció el brazo. Tropezó hacia atrás, jadeando.

—¡Mantente firme! —el centurión avanzó hacia él y lo empujó con una mano firme en el hombro—. No importa cuántos conjuros conozcas, si te fallan en medio de la batalla, esta es tu única defensa.

Marco tragó saliva y alzó nuevamente su espada. Su destino no era el de un simple soldado, pero la guerra no diferenciaba entre Incantatores y legionarios. Si quería sobrevivir, tenía que aprender. Pensó en sus padres, en los dioses que lo observaban. No se permitiría fracasar.


A lo lejos, un incantator anciano se prendió fuego voluntariamente para lanzar su hechizo. Otro, con la túnica hecha jirones, se clavó su propia daga en el corazón para potenciar el conjuro.

No ganaban.

Se sacrificaban.

Marco desenvainó su gladius. La hoja reflejó el infierno alrededor.

Un barbaró llegó corriendo.

El celta atacó, su espada silbando como un látigo. Marco apenas giró a tiempo—el filo le abrió un surco en el hombro, caliente y profundo. La sangre le chorreó por el peto, pegándole la túnica a la piel.

El guerrero sonrió, mostrando dientes afilados. No llevaba armadura, solo pieles manchadas de barro y pinturas de guerra azules. Olía a sebo rancio y a hierbas amargas.

Marco retrocedió, pisando algo blando—una mano cercenada, los dedos todavía crispados. El celta aprovechó para lanzar un tajo lateral. Marco bloqueó con el escudo, pero el impacto le entumeció el brazo hasta el codo.

Demasiado rápido. Demasiado fuerte.

El dolor en su hombro le recordó que no era invencible.

—¡Incantator! —gritó alguien a sus espaldas.

No miró. No podía.

El celta volvió a la carga, esta vez con un golpe descendente que buscaba partirle el cráneo. Marco se lanzó hacia adelante, dentro del arco del ataque, y le clavó el codo en la garganta. El guerrero tosió, retrocediendo. Fue suficiente.

Marco levantó la gladius y la estrelló contra el suelo.

—¡Ignis accendatur!

El azufre residual explotó en una nube amarillenta. El metal de la espada se puso al rojo vivo en un instante, el calor chamuscándole las cejas. El celta parpadeó, confundido—

—Demasiado tarde.

Marco embistió. La hoja incandescente perforó el pecho desnudo del guerrero como mantequilla. La carne chisporroteó, soltando un humo grasiento. El hombre gritó, pero el sonido se ahogó en sangre y vapor. Sus ojos se dilataron, mirando incredulos la espada que le salía del torso.

Marco retorció el arma antes de sacarla.

El cadáver cayó de rodillas, luego de frente. La herida seguía crepitando, los bordes carbonizados. El olor a carne quemada y pelo chamuscado se mezcló con el hedor de la batalla.

Marco respiró hondo. La gladius aún brillaba, pero el fulgor se apagaba. Le ardía la mano—las ampollas ya empezaban a formarse en su palma.

No importaba.

Más allá, los Silvanorum Ferales seguían avanzando.


Era una noche fría, con el crepitar del fuego llenando la habitación de sombras titilantes. Su padre, con el rostro solemne, le habló de su abuelo, un Arcanista de Roma, un hombre cuyo último acto fue un sacrificio supremo.

—No lo vi con mis propios ojos, hijo —dijo su padre, su voz grave y solemne—, pero los hombres que pelearon a su lado me lo contaron. Dicen que cuando todo estaba perdido, cuando los escutos se quebraban y los legionarios caían, él se alzó entre las filas, con el rostro cubierto de sangre y la mirada de un hombre que ya había decidido su destino. Clavó su vara en la tierra empapada de muerte y extendió los brazos al cielo, como si invocara la furia de los dioses.

—El viento rugió, hijo, y los enemigos se detuvieron, sintiendo en sus huesos el peso de lo que estaba por venir. Su cabello ennegrecido se volvió blanco en un parpadeo, su piel se secó y su carne se quebró como una estatua antigua expuesta al tiempo. Y cuando su último aliento escapó de sus labios, el cielo ardió. Dicen que la luz fue tan brillante que cegó a todos, que el fuego se alzó como un mar devorador y redujo a los bárbaros a cenizas en un solo instante. Cuando la tempestad se disipó, solo quedó el eco de su nombre en la memoria de los supervivientes. Fue su sacrificio lo que nos dio la victoria, su poder el que mantuvo a Roma en pie.


La niebla no era niebla ya, sino sangre evaporada, roja y espesa, que se pegaba a la piel como sudor de agonía. Los últimos legionarios formaban un círculo quebrado, escudos hendidos, espadas melladas. Uno de ellos lloraba en silencio, los dedos aferrados a un vientre abierto donde asomaban tripas azules. Otro se aferraba a su brazo izquierdo, o lo que quedaba de él—una masa de carne triturada y astillas de hueso.

Y ante ellos, el coloso.

Los restos de los Silvanorum Ferales se retorcían, fusionándose en una abominación de corteza y carne. Rostros humanos sobresalían de su tronco, bocas mudas gritando en éxtasis de dolor. Las raíces no eran raíces, sino venas hinchadas de savia negra, que se arrastraban hacia los romanos como garras de un ahogado.

Marco miró atrás.

Los legionarios retrocedían.

No por cobardía.

Por instinto.

Un optio joven—el mismo que horas antes había gritado órdenes con voz firme—tropezó con un cadáver. Cayó de rodillas, mirándose las manos ensangrentadas. No se levantó.

Marco no lo culparía.

Sacó el azufre.

El último puñado.

El ritual prohibido.

—"El fuego que nace de la carne no se apaga", había dicho el papiro etrusco.

Su padre lo había quemado después de leerlo.

Pero Marco lo había memorizado.

—Ignis Aeternum.

El sabor fue como morder brasas. El azufre le quemó la lengua, la garganta, el estómago. Demasiado tarde para vomitar.

El dolor llegó después.

Como si le hubieran clavado un hierro al rojo en la médula.

Su piel se partió, revelando fuego vivo en las grietas. El aire alrededor suyo hirvió. Un druida alzó las manos, gritando un conjuro de hielo.

Los copos se evaporaron antes de tocarlo.

Marco saltó.

O intentó saltar.

Sus piernas se deshicieron en ceniza al primer paso.

No importaba.

El coloso arbóreo alzó un brazo monstruoso para aplastarlo—

—Demasiado tarde.

Marco se estrelló contra su centro, lo que quedaba de sus brazos abrazando la corteza.

—Flamma Ultima!

No hubo explosión.

Solo luz.

Blanca.

Pura.

Como el primer fuego del mundo.

Los druidas no tuvieron tiempo de gritar.

Los Silvanorum se iluminaron por dentro, como antorchas de pergamino, antes de desintegrarse.

Los legionarios cayeron al suelo, cegados.

Durante un instante eterno, todo fue silencio.

Luego, el viento.

Llevándose las cenizas de Marco Aelius Felix.


Entre los escombros humeantes, su vara de cobre yacía intacta.

El centurión Lucio, su amigo desde la infancia, la recogió con manos que no dejaban de temblar. La vara no estaba caliente. No estaba fría. Era como sostener un latido.

—Te llevaré a casa, —prometió en voz baja, aunque sabía que no era cierto. Roma no enterraba a los Incantatores caídos. Sus nombres se escribían en papiros que se quemaban en el Templo de Vulcano, para que el humo los llevara a los dioses.

Pero Lucio guardó la vara bajo su capa. Allí, donde nadie la viera.

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