Reloj De Arena
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por Howard

El vidente despertó con el sabor del metal en la lengua. Un río de arena corría por sus venas, llenando sus ojos con imágenes que no le pertenecían. Era un día como cualquier otro y, al mismo tiempo, era el último día.

Lo vio.

La torre de la AGIAT ardiendo en un fuego sin color. No llamas, no humo, solo la ausencia de materia, como si la historia misma estuviera siendo arrancada de sus cimientos. Un hombre en lo alto, sin rostro, sin sombra, con una voz que se pronunciaba en todos los idiomas y en ninguno:

Ya está decidido.

El vidente parpadeó y la torre nunca existió.

—No puede ser—, murmuró.

Pero era.

Las calles de Londres cubiertas de pétalos blancos, nieve sin frío, ceniza sin tragedia. Criaturas que nunca habían sido nombradas salían de los espejos y se arrodillaban en silencio. El aire pesaba como agua y las campanas repicaban, pero nadie las había tocado.

Un monje sin boca se inclinó ante un rey que nunca fue coronado.

Madre ha hablado.

—¿Qué madre? —preguntó el vidente.

La pregunta nunca tuvo respuesta porque la boca del monje nunca existió.

Y, sin embargo, entendió.

Vio a la Madre Tiempo, o creyó verla. Su rostro era una espiral, un reloj que no marcaba horas, sino finales. Cada tic era un imperio derrumbándose, cada tac una historia jamás contada.

Ella no habló. No hizo falta.

El vidente vio el océano drenarse como un lavabo roto. Vio a los dioses arrodillarse, llorar sangre dorada y desvanecerse como el eco de un sueño. Vio el cielo partirse como un espejo caído. La luna se convirtió en un ojo. Luego en una puerta. Luego en nada.

El vidente gritó.

Pero el sonido nunca salió.

Porque ya no había aire.

Ya no había tiempo.

Solo arena cayendo en un reloj que nadie sostenía.

Y en el último instante, antes de que la visión se rompiera como una burbuja, vio algo imposible.

Vio a un hombre en un jardín, con la piel vieja como papiro y los ojos llenos de estrellas muertas. Vio su sonrisa, cansada y eterna.
No tengas miedo. Todo esto ya ha sucedido antes. Y sucederá de nuevo.

El vidente cayó de rodillas.

Y despertó.

Con el sabor del metal en la lengua.

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