La Liturgia
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por asmoder

La capilla estaba en penumbras, iluminada solo por la débil luz de los cirios de sebo humano, cuyos resplandores vacilantes proyectaban sombras largas y retorcidas en las paredes de piedra negra. Las bóvedas del techo, altas y gastadas por el tiempo, estaban decoradas con frescos casi irreconocibles, cubiertos por el hollín de siglos de velas encendidas. Las figuras de santos martirizados miraban desde sus nichos con expresiones dolientes, algunos con los ojos arrancados, otros con estacas en el pecho, como si la misma iglesia hubiese sido testigo de su propia blasfemia.

Un crucifijo colgaba sobre el altar, pero a diferencia de los de las iglesias mortales, este no mostraba a Cristo sufriendo, sino a una figura con los ojos cerrados y los colmillos apenas visibles entre sus labios entreabiertos. No era una imagen de agonía, sino de resignación.

Las figuras encapuchadas se arrodillaban en los bancos de piedra, desgastados por el peso de penitencias acumuladas durante generaciones. Sus túnicas, oscuras y deshilachadas en los bordes, ocultaban rostros pálidos y ojos enrojecidos por la sed. Murmuraban plegarias en un latín olvidado por la Iglesia mortal, sus voces como un susurro de hojas secas en el viento.

En el altar, un sacerdote de piel traslúcida alzaba una copa de plata llena de un líquido oscuro y espeso. Era la comunión. La Sangre Sagrada.

—Sanguis est testamentum. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…

Los fieles respondieron con un murmullo unísono. Frente a ellos, atado de pies y manos con cordeles de lino bendecido, un hombre de rostro sereno inclinaba la cabeza. No había miedo en sus ojos, solo devoción. Había ofrecido su sangre como sacrificio, creyendo en la redención de aquellos que la beberían.

El sacerdote acercó la copa a sus labios. Su garganta ardía con la sed, la maldición de su linaje. Pero él no era un simple depredador. Era un Custodio de la Sangre. Un pastor en la penumbra. Bebió con reverencia, permitiendo que la sangre corriera por su garganta en un acto de comunión.

Los congregados hicieron fila, cada uno tomando solo lo necesario. La regla sagrada dictaba que la sed no debía convertirse en gula. La sangre era un don divino, no un derecho.

Desde la penumbra de la capilla, una figura observaba el ritual. Un hombre de hábito negro y cruz de hierro al pecho, con cicatrices marcadas por siglos de batallas en la sombra. Fray Lucian, inquisidor de la Santa Sangre. Él no participaba en la comunión, no mientras existiera impureza en el mundo.

La voz del sacerdote resonó una vez más:

—Hemos sido maldecidos, mas no somos demonios. Nos ha sido dada la prueba de la sed para demostrar nuestra fe. No nos ocultamos por vergüenza, sino por penitencia. Mientras el mundo nos rechace, nuestro deber es protegerlo. Así está escrito en el Evangelio de la Sangre.

Los fieles golpearon sus pechos en señal de arrepentimiento y promesa. Afuera, la luna bañaba los claustros en un resplandor pálido. Más allá de esos muros, en la oscuridad, otros vampiros mataban y se regocijaban en su naturaleza. Eran bestias. Herejes.

Fray Lucian besó su cruz y desenfundó su espada bendita. La Vigilia del Hambre había terminado. Ahora, era el momento de cazar.

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